La gran guerra por la civilización*
El título, como el buen lector no ignora, condiciona todo lo que uno escriba más abajo, y con mayor motivo si nos encontramos ante una obra en la que el autor, fácilmente el primer periodista occidental en cuestiones de arabidad, parece que se ha volcado enterito, haciendo de la misma a la vez un paseo-reportaje de dimensiones continentales, unas confesiones personales cuidadosamente seleccionadas y una filípica-responso por la civilización occidental. Dudé, por ello, en titular esta reseña entre Un banquete con Robert Fisk o Un atracón de Robert Fisk; pero en el primer caso la genuflexión me parecía excesiva; y en el segundo, el símil injustamente desmovilizador.
Lo primero que hay que decir ante este esfuerzo paquidérmico (La gran guerra por la civilización, Robert Fisk; Traducción de Juan Gabriel López Guix, Roberto Falcó, Verónica Canales y Laura Manero; Destino. Barcelona, 2006; 1.511 páginas. 35 euros), nada menos que la cobertura a un tiempo periodística e histórica de todas las guerras del siglo para ocupar, dominar, explotar las tierras de lo árabe e islámico que sólo resumiendo llamamos Oriente Próximo, es que uno se siente abrumado. Comprobando, asistiendo por intermedio de su pluma a todo lo que ha visto y reporteado Robert Fisk, primero para The Times y desde hace ya bastantes años para The Independent, todo lo demás, todos los demás, quedan, quedamos empequeñecidos. Aunque la base de la narración es el reportaje, es decir, la narración en primera persona o no de alguien que ha sido testigo próximo y siempre provisto de las claves y el acceso a la acción, en el libro se dan cita todos los géneros periodísticos: la entrevista -a Osama Bin Laden, entre otros muchos-; el libro de viajes, de Argelia a Afganistán; el artículo editorial -las filípicas contra Occidente y muy singularmente contra el segundo Bush en sus aventuras poscoloniales-; la crónica histórica o fabricación de contextos imprescindibles para el lector; la autobiografía retaceada como a flashes de foto antigua; y en todo momento, el reportaje in situ. Y en ese prolongado y fastuoso recorrido una técnica de clasicismo impecable: síntesis histórica y rápido zoom para desembarcar sobre lo vivido.
Desde la guerra de Argelia en los años cincuenta hasta casi el embalsamamiento preelectoral del líder israelí Ariel Sharon, es decir, ayer, todo lo ha visto y trasteado Fisk, el inglés de Irlanda. Y cuando no ha podido ser así por un quítame allá ese visado, como la guerra de Afganistán, ello no impide que en densas páginas sigamos también la no-peripecia del caso. Y éste es el problema que puede tener el lector, porque la transposición de lo periodístico, de lo que tuvo como el diario vigencia sólo por un día, a lo editorial o libresco con tempos tan diferentes, no siempre puede ser inmaculada. Lo que tuvo una urgencia que, paradójicamente, consentía bien la pausada construcción de un clímax en las páginas del diario, sufre y se hace en ocasiones menos que necesario en la distante y relajada temporalidad del libro. Y de la misma forma que en ello puede hallar algunos de sus momentos débiles un texto que se propone desenvueltamente en más de 1.400 páginas, encuentra asimismo sus fases culminantes como el extraordinario reportaje de los primeros bombardeos sobre Bagdad, de la última guerra de Irak y tercera del Golfo.
La Gran Guerra tiene un carácter y propósito deliberadamente oceánicos, lo que se hace especialmente notable en su apartado de reminiscencias personales, el túnel del tiempo por el que accedemos a un conocimiento algo fantasmal, como de sombras chinescas, de toda una serie de personajes y figuras como el padre del autor, Bill, que parece que lo único que hizo en su vida fue servir en la Gran Guerra; ninguna mujer, en cambio, excepto su madre, Peggy; algún paisaje de la infancia y juventud; y todo ello difuminado en la apariencia, que se revelará ilusoria, de que nos está dando entrada a su más íntimo sancta sanctorum. Robert Fisk, que llama a Beirut su casa, utiliza tantas veces el yo cuantas esquiva contarnos qué es lo que hay tras el pronombre.
Como H. G. Wells, que llamó a la I Guerra "la guerra para acabar con todas las guerras", o David Fromkin, que irónicamente retomó el mismo título para volver sobre el reparto del Asia otomana en Versalles y tratados subsiguientes, Fisk ha querido hacer su relato de todos los conflictos que no sólo no sofocó sino que contribuyó a alumbrar la contienda de Gallípoli, Kut y los Dardanelos por los despojos de Estambul. Con el gran periodista británico hemos recorrido un mundo y una historia en la que Occidente, Estados Unidos e Israel, sobre todo, sufren un considerable varapalo. Pero el autor ha llegado a ser un intocable hasta tal punto que puede permitirse todas las incorrecciones políticas que le vengan en gana.
El título, como el buen lector no ignora, condiciona todo lo que uno escriba más abajo, y con mayor motivo si nos encontramos ante una obra en la que el autor, fácilmente el primer periodista occidental en cuestiones de arabidad, parece que se ha volcado enterito, haciendo de la misma a la vez un paseo-reportaje de dimensiones continentales, unas confesiones personales cuidadosamente seleccionadas y una filípica-responso por la civilización occidental. Dudé, por ello, en titular esta reseña entre Un banquete con Robert Fisk o Un atracón de Robert Fisk; pero en el primer caso la genuflexión me parecía excesiva; y en el segundo, el símil injustamente desmovilizador.
Lo primero que hay que decir ante este esfuerzo paquidérmico (La gran guerra por la civilización, Robert Fisk; Traducción de Juan Gabriel López Guix, Roberto Falcó, Verónica Canales y Laura Manero; Destino. Barcelona, 2006; 1.511 páginas. 35 euros), nada menos que la cobertura a un tiempo periodística e histórica de todas las guerras del siglo para ocupar, dominar, explotar las tierras de lo árabe e islámico que sólo resumiendo llamamos Oriente Próximo, es que uno se siente abrumado. Comprobando, asistiendo por intermedio de su pluma a todo lo que ha visto y reporteado Robert Fisk, primero para The Times y desde hace ya bastantes años para The Independent, todo lo demás, todos los demás, quedan, quedamos empequeñecidos. Aunque la base de la narración es el reportaje, es decir, la narración en primera persona o no de alguien que ha sido testigo próximo y siempre provisto de las claves y el acceso a la acción, en el libro se dan cita todos los géneros periodísticos: la entrevista -a Osama Bin Laden, entre otros muchos-; el libro de viajes, de Argelia a Afganistán; el artículo editorial -las filípicas contra Occidente y muy singularmente contra el segundo Bush en sus aventuras poscoloniales-; la crónica histórica o fabricación de contextos imprescindibles para el lector; la autobiografía retaceada como a flashes de foto antigua; y en todo momento, el reportaje in situ. Y en ese prolongado y fastuoso recorrido una técnica de clasicismo impecable: síntesis histórica y rápido zoom para desembarcar sobre lo vivido.
Desde la guerra de Argelia en los años cincuenta hasta casi el embalsamamiento preelectoral del líder israelí Ariel Sharon, es decir, ayer, todo lo ha visto y trasteado Fisk, el inglés de Irlanda. Y cuando no ha podido ser así por un quítame allá ese visado, como la guerra de Afganistán, ello no impide que en densas páginas sigamos también la no-peripecia del caso. Y éste es el problema que puede tener el lector, porque la transposición de lo periodístico, de lo que tuvo como el diario vigencia sólo por un día, a lo editorial o libresco con tempos tan diferentes, no siempre puede ser inmaculada. Lo que tuvo una urgencia que, paradójicamente, consentía bien la pausada construcción de un clímax en las páginas del diario, sufre y se hace en ocasiones menos que necesario en la distante y relajada temporalidad del libro. Y de la misma forma que en ello puede hallar algunos de sus momentos débiles un texto que se propone desenvueltamente en más de 1.400 páginas, encuentra asimismo sus fases culminantes como el extraordinario reportaje de los primeros bombardeos sobre Bagdad, de la última guerra de Irak y tercera del Golfo.
La Gran Guerra tiene un carácter y propósito deliberadamente oceánicos, lo que se hace especialmente notable en su apartado de reminiscencias personales, el túnel del tiempo por el que accedemos a un conocimiento algo fantasmal, como de sombras chinescas, de toda una serie de personajes y figuras como el padre del autor, Bill, que parece que lo único que hizo en su vida fue servir en la Gran Guerra; ninguna mujer, en cambio, excepto su madre, Peggy; algún paisaje de la infancia y juventud; y todo ello difuminado en la apariencia, que se revelará ilusoria, de que nos está dando entrada a su más íntimo sancta sanctorum. Robert Fisk, que llama a Beirut su casa, utiliza tantas veces el yo cuantas esquiva contarnos qué es lo que hay tras el pronombre.
Como H. G. Wells, que llamó a la I Guerra "la guerra para acabar con todas las guerras", o David Fromkin, que irónicamente retomó el mismo título para volver sobre el reparto del Asia otomana en Versalles y tratados subsiguientes, Fisk ha querido hacer su relato de todos los conflictos que no sólo no sofocó sino que contribuyó a alumbrar la contienda de Gallípoli, Kut y los Dardanelos por los despojos de Estambul. Con el gran periodista británico hemos recorrido un mundo y una historia en la que Occidente, Estados Unidos e Israel, sobre todo, sufren un considerable varapalo. Pero el autor ha llegado a ser un intocable hasta tal punto que puede permitirse todas las incorrecciones políticas que le vengan en gana.
*Reseña publicada en El País, por M. Á. Bastenier el 18 de febrero de 2006